martes, 16 de marzo de 2010

Mensaje de Monseñor Ñañez
a los sacerdotes y a las comunidades con ocasión del año sacerdotal y preparando la próxima Pascua
2010

En el marco del año sacerdotal que estamos transitando y preparándonos para celebrar la Pascua de Jesús, quisiera dirigir este mensaje a mis hermanos sacerdotes miembros del presbiterio de Córdoba, expresándoles una vez más mi sincero agradecimiento por su testimonio, su servicio y su generosa colaboración con mi ministerio episcopal en esta Arquidiócesis.

La cuaresma que estamos viviendo nos invita a una profunda renovación en nuestra vida de creyentes. La escucha de la Palabra de Dios, la oración insistente y los demás ejercicios cuaresmales, nos proponen y ofrecen un itinerario para concretarla. El año sacerdotal que ya se aproxima a su culminación, por su parte, nos invita también a una renovación en la vivencia de nuestro ministerio sacerdotal. Para realizarla auténticamente, es necesario ante todo el redescubrimiento de nuestra identidad y misión.

Dicho redescubrimiento supone, en primer lugar, volver a fijar la mirada de nuestra fe en la realidad de nuestra vocación recibida gratuitamente como don precioso de parte del Señor que "llamó a los que quiso" (Mc. 3, 13) y en la realidad de nuestra configuración con Jesús cabeza, pastor y esposo de la Iglesia recibida el día de nuestra consagración sacerdotal en el que fuimos "misericordiosamente investidos" con una participación en el ministerio apostólico (cf. 2 Cor, 4,1).

La configuración con Jesús cabeza, pastor y esposo de su Iglesia, fruto del sacramento del orden, nos capacita para hacer presente, la persona, el servicio, la pascua del Señor, con las mismas actitudes de su corazón y en comunión con el obispo y con su presbiterio, ya que ese sacramento "tiene una radical forma comunitaria y puede ser ejercido sólo como una tarea colectiva" (PDV, 17).

Con la fuerza de la pascua que reconcilia y derriba toda enemistad, podemos ser hombres de comunión con Dios y con todos los hermanos y llevar a todos, especialmente a los más frágiles y a los últimos, la buena noticia de Jesús, el tesoro de su evangelio, la perla preciosa de su misericordia. En ese empeño queremos estar todos los fieles en nuestra Arquidiócesis, cada uno desde su lugar y según su gracia peculiar.

En este año sacerdotal estamos, pues, invitados a revivir el don que nos ha sido dado por la imposición de manos, agradeciendo de corazón al Señor el habernos contado entre sus discípulos y colaboradores (cf, 2 Tim 1,6; 1 Tim 1, 12).

Configurados con Jesús buen pastor, hemos aceptado con entera libertad el don del celibato "por el reino de los cielos" que nos habilita para dedicar todas las energías de nuestro corazón al Señor y a nuestros hermanos. El celibato es un don del Espíritu para amar más y es un signo y un estímulo de la caridad pastoral que debe impregnar y animar constantemente nuestro ministerio. En este año sacerdotal estamos también invitados a renovar una vez más la sincera y cordial aceptación de ese don y a comprometernos generosa y abnegadamente con su plena realización en nuestras vidas.

Como sacerdotes no podemos sustraernos al momento histórico que nos toca vivir y junto con nuestros hermanos en la fe asistimos entre sorprendidos y perplejos al enorme proceso de transformación cultural que afecta de distintas maneras nuestro modo de vivir el ministerio y nos desafía a buscar y encontrar nuevos caminos para evangelizar con renovado ardor. El acontecimiento del bicentenario del comienzo de la vida independiente de nuestra Patria, nos desafía por su parte para encontrar expresiones de fraternidad que nos permitan superar innumerables desencuentros, pasados y presentes.

¿Cómo vivir, entonces, nuestra identidad y misión en un mundo cada vez más pluralista y embarcado en una profunda transformación cultural que parece quitar vigencia a toda certeza, a toda seguridad?

La respuesta a este interrogante es por cierto compleja. De todas maneras, respecto de la transformación cultural que nos afecta, lo primero que conviene hacer es aceptar ante todo su realidad y asumir el reto que implica. Ello supone tener una mirada serena ante la cultura emergente; una mirada, al mismo tiempo, lúcida y crítica para saber valorar las oportunidades que ofrece al evangelio y para estar atentos a las dificultades que plantea.

Nos desafía también a afinar el discernimiento en el ámbito de la comunión eclesial, para redescubrir lo esencial de la propuesta cristiana que debe tener permanente vigencia y debe ser constantemente revitalizado, distinguiéndolo de aquello que ha dejado de tener actualidad y que necesita ser transformado. Un discernimiento que, además, anime a descubrir y transitar caminos nuevos para el anuncio y el testimonio del evangelio.

En todo este proceso de diálogo con la cultura es decisivo ser respetuosos y caritativos con las búsquedas que se dan en el seno de la comunidad eclesial y presbiteral, evitando simplificaciones, caricaturizaciones, descalificaciones, rigideces e intransigencias en nuestras afirmaciones y actitudes. Todo ello no significa renegar ni rebajar -licuar- las propias convicciones, sino más bien profundizar y elaborar adecuadamente los argumentos que nos permiten asumirlas y sostenerlas, exponiéndolos con respeto y mansedumbre, como recomienda el apóstol san Pedro (cf. 1 Pe 3, 15-16), y de esa manera contribuir a la búsqueda de la verdad.

Al mismo tiempo, vivir el ministerio en un mundo pluralista, nos desafía a tratar con personas que afrontan la vida desde perspectivas -religiosas o no- distintas de las nuestras. Tomar conciencia de ello nos permitirá aprender a convivir respetuosamente con las diferencias y disponernos a cooperar activamente con lo que se pueda emprender en común y en bien de todos. Tarea compleja y delicada, pero que llevada adelante con apego a la verdad y animados por la caridad dará abundantes frutos.

El cultivo del diálogo nos ayudará a vivir con intensidad, con esperanza y con alegría nuestro ministerio en estas condiciones fuertemente interpelantes para todos y nos ayudará también a superar prevenciones, prejuicios, temores frente a los demás que pueden convertirse en obstáculos para la obra de la evangelización.

La lectura orante de la Palabra de Dios, el contacto vivo con el Señor presente en su Eucaristía, la fraternidad con todos los miembros del pueblo de Dios, particularmente con todos los sacerdotes, nos permitirán afrontar adecuadamente los desafíos de la transformación cultural y del pluralismo y saber descubrir y apreciar la presencia en el mundo de los gérmenes del reino de Dios que se insinúan y crecen misteriosamente y que aguardan ser puestos a la luz y llevados a plenitud por la palabra y la gracia del Señor Jesús.

En esta ocasión quisiera también dirigir una palabra a las comunidades en donde los sacerdotes viven su entrega y ministerio, invitándolas a acompañarlos valorando desde la fe su consagración y servicio, compartiendo con ellos la tarea de la evangelización con calidez y afecto fraternal, ayudándolos y sosteniéndolos en la respuesta fiel a su propósito de entrega generosa, total y definitiva al Señor y a sus hermanos, instándolos a vivir y cultivar con intensidad y calidez la comunión eclesial y la fraternidad presbiteral.

Las nuevas circunstancias del mundo actual, la disminución del número de sacerdotes, la renovada conciencia de la corresponsabilidad de todos los bautizados en la obra evangelizadora, plantean nuevos desafíos e impulsan diversas transformaciones en las estructuras y en el modo de vivir el ministerio en las comunidades. Debemos estar abiertos a estas transformaciones y aportar más decididamente nuestra colaboración para la tarea común aceptando, por ejemplo y entre otras cosas, una mayor "itinerancia" de nuestros sacerdotes que los llevará a estar sucesivamente en distintos lugares de la comunidad a su cargo y a no poder contar siempre con su presencia física en cada lugar o actividad de la misma.

Quisiera invitar también a las comunidades parroquiales y particularmente a los consejos de asuntos económicos de las parroquias a estar atentos a las condiciones de vida de los sacerdotes para que tengan lo necesario para llevar adelante una existencia sencilla, sobria y verdaderamente digna, cubriendo sus necesidades.

Finalmente, quisiera pedir sobre todo a la comunidad arquidiocesana que ore confiada e insistentemente al Señor por todos los sacerdotes, para que los sostenga y anime; por nuestro Seminario Mayor para que cumpla con fidelidad la tarea de preparar los futuros pastores de nuestra Iglesia local y por nuevas vocaciones que, en su momento, recojan la herencia de los actuales pastores y la prolonguen generosamente en el tiempo.

A María Santísima, Nuestra Señora del Rosario del Milagro, le confiamos todos los sacerdotes para que los cuide y proteja constantemente. A Ella nos encomendamos también todos los fieles de la Arquidiócesis pidiéndole que nos alcance la gracia de una cuaresma llena de frutos de verdadera renovación en nuestra vida cristiana y una pascua colmada por la alegría de la resurrección de Jesús.

Con mi bendición pastoral y mi saludo cordial.


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